Javier Fernández Lanero

Se cumplen estos días 7 años de la entrada en vigor de la reforma laboral, que fue aprobada por el Consejo de Ministros el 10 de febrero de 2012, a través de un Real Decreto-ley, cuyo propósito, según el Gobierno del partido popular era «facilitar la contratación, con especial atención a los jóvenes y a los parados de larga duración, potenciar los contratos indefinidos frente a los temporales y que el despido sea el último recurso de las empresas en crisis», además de «acabar con la rigidez del mercado de trabajo y sentar las bases para crear empleo estable.

Para conseguir estos objetivos, esta reforma facilitaba el despido y suponía una rebaja en el coste del mismo; la indemnización por despido improcedente en el caso de los contratos indefinidos pasó a ser de hasta 33 días por año trabajado con un máximo de 24 mensualidades (en lugar de 45 días con un tope de 42 mensualidades); permitía la tramitación de los ERES (despidos colectivos) sin necesidad de la autorización administrativa; eliminó la ultraactividad de los convenios -es decir, nada más finalizar la vigencia de un convenio, éste desaparecía- y cambió la prevalencia de los convenios, de tal manera que los de empresa podrían contener medidas más perjudiciales que los sectoriales provinciales o estatales. También facilita la opción a las empresas de descolgarse del convenio, posibilitando así la modificación de las condiciones salariales. Además, este descuelgue permite cambios en la jornada laboral, horarios, funciones, etc.

En suma, la reforma debilitó la negociación colectiva y restó poder vinculante a los convenios, rompiendo el equilibrio en la correlación de fuerzas entre trabajadores y empresarios a favor de estos últimos, y además creó un contrato indefinido (contrato de emprendedores) que permitía a las pymes contratar a jóvenes durante un año de prueba con despido gratis durante este periodo.

La pregunta es si alguien en su sano juicio, con este rosario de medidas, era capaz de creerse que se iban a solucionar los problemas de la crisis, la competitividad de las empresas y la precariedad laboral y se iba a mejorar la vida de las personas.

El resultado, no por conocido es menos nefasto. La reforma laboral ha supuesto un aumento de la precariedad laboral, de los contratos temporales, de los contratos a tiempo parcial hasta el punto de que lo que hay es un mal reparto del trabajo. Donde antes había un contrato de 8 horas diarias (jornada completa) ahora hay cuatro contratos de 2 horas diarias (jornada parcial). Esta precariedad laboral trajo consigo que aumentara la siniestralidad laboral, los accidentes con baja, sin baja, in itinere… Con la reforma, el Gobierno del Partido Popular facilitó a las empresas que pudieran optar para hacer frente a la crisis, a diferencia de lo ocurrido en otros países europeos, por medidas de flexibilidad externa (despidos), en vez de fórmulas de flexibilidad interna negociadas.

Y, además de un desplome del empleo, esta reforma supone un pérdida de poder adquisitivo para la ciudadanía, de manera directa con bajadas de salario y de manera indirecta recortando prestaciones económicas en pensiones, en subsidios, en políticas activas de empleo, en igualdad, en dependencia, en prestaciones por desempleo, etc. La supresión de la autorización administrativa abrió el camino para que cualquier empresa pudiese realizar despidos colectivos sin necesidad de tener que justificar las causas, de tal manera que si los representantes de los trabajadores no estamos de acuerdo solo no queda la vía judicial, y para entonces el daño ya está hecho, como pasa con Alcoa.

Lo más importante es que la reforma laboral se ha convertido en el símbolo de la austeridad más extrema, que conlleva miseria para las personas; es la imagen de los trabajadores pobres, de la pobreza energética, de la desigualdad, de un modelo donde los ricos cada vez ganan más y los pobres cada vez son más pobres; de los parados sin prestaciones, de los ciudadanos sin subsidios ni recursos.

La reforma laboral es la bandera de una sociedad cada vez más injusta, precaria y desigual, que lejos de cambiar nuestro sistema productivo, perpetúa la competitividad de nuestras empresas y de nuestra economía a base de bajar los salarios a los trabajadores y trabajadoras y aumentar la jornada de trabajo, pareciéndonos cada vez más a los países del tercer mundo y abandonando otras recetas más eficaces, como la apuesta por la I+D+I.

La reforma laboral es más que un conjunto de medidas: es una forma de entender la sociedad y la convivencia basada en la ley del más fuerte que apuesta por una división de la sociedad entre los que tienen y pueden y los que no.

Por eso es necesario eliminarla, porque en la UGT apostamos por una sociedad moderna, inclusiva, igualitaria bajo el principio de justicia social, donde todos tenemos derecho a las mismas oportunidades, podamos tener un plan de vida garantizando que nadie se quede en el camino, y donde las mujeres no sean siempre la parte más débil de la sociedad y del mercado laboral.

Ya hemos salido de la crisis, el país vuelve a crecer económicamente, las empresas cada vez tienen más beneficios. Es el momento de repartir la riqueza entre todos los trabajadores y los ciudadanos de este país. Es el momento de las personas.​

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