La violencia de género, en su sentido más amplio, incluyendo todas las manifestaciones de la violencia hacia las mujeres, es el delito más extendido en el mundo. Una de cada tres mujeres hemos sufrido violencia física o sexual a lo largo de nuestra vida.

No importa la edad ni la condición. Cada tres segundos una niña es obligada a casarse, y tres millones sufren ablación cada año. Las violaciones como arma de guerra están generalizadas en zonas de conflicto. Según el último informe de ACNUR, el 71% de las víctimas de trata son mujeres y niñas. Son las cifras de la atrocidad.

En nuestro país, a las 55 mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas este año, habría que añadir los cuatro asesinatos que están en investigación para determinar si son víctimas también de violencia de género; las tres niñas y la bebé asesinadas por la violencia vicaria; las cuatro mujeres prostituidas; las trece asesinadas en su entorno familiar o las nueve a las que mataron por tender la mano a un hombre que luego resultó ser su verdugo. Llegamos así a las 99 mujeres asesinadas este horrible año que termina. Y perdemos la cuenta de las que agreden a diario, de las que consiguen escapar de una muerte casi segura.

Mientras se suceden estas barbaridades, tenemos que soportar también el negacionismo de la violencia de género y la justificación de los recortes en materia de protección a sus víctimas, en un desesperado rearme del más rancio patriarcado, que además pone el foco en la víctima y la culpabiliza.

Tenemos que rebelarnos contra ello. Alice Walker, la autora de El color púrpura, lo ha expresado bien: “La forma más común de renunciar al poder es pensando que no lo tenemos”. Por eso vamos a seguir asumiendo el nuestro, denunciando en las instituciones, en los centros de trabajo y a través de la movilización, esta injusticia y crueldad que padecemos. Y reivindicando nuestro derecho a una vida plena, libre y a salvo de violencias.

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