Desde que en 1999, la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó esta fecha en conmemoración del asesinato, en 1960, de las tres hermanas Mirabal en República Dominicana, venimos recordando cada 25 de noviembre la necesidad de acabar con esta sinrazón de la violencia sobre las mujeres por el mero hecho de serlo.
Pero lo verdaderamente deseable sería no tener que recordar esta fecha o hacerlo porque se haya eliminado toda forma de violencia machista. Porque la lacra social que supone y que conforma estructuralmente nuestra realidad tiene su causa última en las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres, que han permitido la dominación masculina y la subordiscriminación de la mujer, impidiendo su pleno desarrollo.
No podemos olvidar que toda forma de violencia sobre las mujeres, entendida en sentido amplio como el Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, de 2011 (conocido como Convenio de Estambul) es una violación de Derechos Humanos y por tanto un delito. Sin embargo, el delito que más cuesta denunciar y en el que la denuncia no siempre es la solución, sino parte del problema porque paradójicamente a la denunciante no se la cree, se la culpabiliza siendo la víctima, y acaba siendo juzgada. Todo ello por el sesgo patriarcal de la justicia, pero también del resto de la sociedad y de todos los operadores que intervienen con las víctimas en el proceso, no pocas veces carentes de la formación y de la sensibilidad necesarias.
Las cifras son irrefutables: 972 asesinadas desde que tenemos datos estadísticos, 44 en lo que va de año (al escribir estas notas); 27 menores asesinados desde 2013, de los cuales 3 en lo que va de año. Sin contar el número de menores huérfanos y huérfanas que son la otra cara de esta absurda realidad; niños y niñas, infancias robadas, cuya plena recuperación será harto difícil, si no imposible.
Pero las cifras son también frías e insensibles, porque en ellas no están reflejadas las miles y miles de mujeres y sus hijos e hijas, que cada día viven un auténtico calvario de violencia, una muerte en vida. No podemos mirar hacia otro lado; ya no podemos callar más. No podemos permitir que esta realidad nos sea ajena y que en el barómetro del CIS, la violencia de género suponga un escaso 2% de preocupación para la ciudadanía.
Es evidente que este asunto, auténtico terrorismo machista, debería ser prioridad nacional, como en otra época lo fue otro terrorismo. Pero no es menos cierto que además de la voluntad política, suscribiendo pactos, dotando de recursos necesarios las políticas de igualdad, también la educación afectivo sexual, etc., es necesario un compromiso inequívoco y rotundo de toda la sociedad.
Es por ello que reivindicamos la urgencia de desarrollar medidas efectivas para el fomento del empleo y la mejora de los derechos laborales y económicos de las mujeres en situación de violencia de género. Porque en palabras de Simone de Beauvoir, “a través del trabajo ha sido como la Mujer ha conseguido romper la frontera que la separa del hombre”. Y precisamente por eso es prioritario combatir igualmente la violencia que se ejerce sobre las mujeres en el ámbito laboral, a través del acoso sexual y acoso por razón de sexo. De ahí la importancia de suscribir, en el marco de la negociación colectiva, protocolos contra este acoso sexista ; pero también de definir a través de una norma internacional, convenio OIT, las conductas que incluyen dicho acoso y su sanción.
En esta lucha, el machismo es el enemigo, pero también el miedo que infunde y que paraliza, hasta esconder la voluntad. Por eso, y aunque pueda sonar presuntuoso, nuestro objetivo es que las mujeres venzan el miedo, denuncien, denunciemos. Movimientos como #metoo, #timesup, etc., demuestran que se pueden conseguir cosas denunciando; lo que no mueve el mundo es la inacción. Si el silencio perpetúa la dominación de las mujeres, ha llegado la hora de gritar para romperlo.