Por Javier Fernández Lanero
Secretario general de UGT Asturias
El 10 de diciembre de 1948 se proclamó en París, en la Asamblea General de la Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus 30 artículos hablan de que todos y todas nacemos libres e iguales, sin distinción de sexo, raza, o religión; de que nadie puede estar sometido a la esclavitud; de que todos y todas somos iguales ante la ley y tenemos derecho a la presunción de Inocencia. Habla de que tenemos derecho a circular libremente, al derecho de asilo si somos perseguidos; de que tenemos derecho a la libertad de expresión y a tener un trabajo digno, así como a fundar sindicatos y a sindicarnos para la defensa de nuestros intereses. Y habla de tantas y tantas cosas más. Hoy todos los países avanzados dicen comprometerse con esta Declaración, en la Unión Europea presumen incluso de que sus políticas se inspiran en ella.
Lo cierto es que la Ley mordaza, los desahucios y desalojos, el desempleo, los trabajadores pobres, la brecha salarial y la violencia de género, las víctimas del franquismo, los emigrantes ahogados en el Mediterráneo etc., hacen que demasiada gente se pregunte qué hay de esa Europa y de esa España de los valores que presume ser garante de los Derechos Universales.
La declaración no puede ser un conjunto de derechos en los que todos estamos de acuerdo y guardamos en nuestra librería para hacer referencia a ellos en fechas señaladas.
La declaración es un compromiso moral de que vamos a actuar, en la medida de nuestras posibilidades, para que ninguna persona de este mundo quede atrás. Hoy todo el mundo se acuerda, en los días sucesivos iremos poco a poco olvidándonos, autoconvenciéndonos de que nada se puede hacer, de que el mundo es así. Yo prefiero recordar a Van Gohg que decía que «las grandes cosas no se hacen solas impulsivamente, si no a base de muchas pequeñas cosas, encadenadas y reunidas en un sola».