Carmen Escandón

En diciembre de 2000 la Asamblea General de ONU declaró el 20 junio como Día mundial del refugiado, coincidiendo con el aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.

La primera premisa debe ser corregida, pues toca rectificar y utilizar, también aquí, lenguaje inclusivo, no sexista: deberíamos hablar de Día Internacional de las personas refugiadas. Hoy día el 50% de las personas refugiadas en el mundo (se estiman alrededor de 20 millones y 244 millones de migrantes) son mujeres y niñas.

Según datos del Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, el porcentaje de mujeres y menores refugiadas e inmigrantes ya ha superado al de hombres desde que comenzara la crisis migratoria en Europa. Se calcula que el porcentaje es del 60 %.

Las cifras son escalofriantes. Cada minuto, 24 personas lo dejan todo huyendo de la guerra, la persecución o el terror.

Las realidades son diversas: personas refugiadas, solicitantes de asilo que aún no lo son; apátridas (en un limbo jurídico que les niega derechos básicos); desplazados internos (extraños dentro de su propio país), etc. No importa a dónde dirijamos la mirada, allí donde el conflicto está presente, encontramos este drama.

El viernes pasado más de 8.000 venezolanos y venezolanas cruzaron las fronteras de su país, y más de la mitad solicitaron asilo en Perú. Estos números sin precedentes han hecho que la ONU solicite a la comunidad internacional que intensifique su apoyo a países como Colombia, Ecuador o Perú.

Qué decir de Colombia, donde los Acuerdos de Paz no acaban de implementarse y el desplazamiento forzado de mujeres, menores, indígenas y afrodescendientes es una realidad; se conculcan a diario derechos humanos y se pone en riesgo la vida de quienes intentan defenderlos, masacrando a la dirigencia social, y haciendo que ejercer el sindicalismo sea una forma de cavarse la tumba.

En Centroamérica, más de medio millón de personas han huido de sus casas por la crisis social y política en Nicaragua, creando una situación de emergencia que ningún país por sí solo puede resolver.

En lo que respecta a África, hace escasas fechas, el Secretario General de ONU elogiaba la política de fronteras abiertas para las personas refugiadas en este continente (hay más migrantes de África en otros países africanos que en Europa) y lo consideraba un ejemplo de solidaridad que deberían seguir en otras partes más ricas del planeta.

Y en lo que nos toca más de cerca, el Mediterráneo, pese a la reducción importante de llegadas de migrantes y refugiados a las costas europeas, en 2018 murieron 2275 personas en la ruta marítima más mortífera del mundo.

No podemos olvidar otras realidades cuya extensión en el tiempo parece aconsejarnos que renunciemos a una solución pacífica viable, como los campamentos de Sáhara o Palestina. Sólo una convivencia en primera persona, una experiencia vital que supone una cura de humildad para cualquiera, permite entender que desistir nunca, antes muertos que rendidos.

En esto, como en otras cosas, hay que recordar los compromisos que los Estados asumen, como el Pacto Mundial sobre Migración alcanzado el pasado diciembre por la mayoría de países miembros de la ONU o la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible. Pero sobre todo y de manera rotunda, hay que reivindicar la empatía, la humanidad, la capacidad de entender que si es triste tener que dejar tu país por falta de oportunidades, más descorazonador debe ser dejarlo todo huyendo de la violencia, el terror, la hambruna o quién sabe qué.

El reto es hacer de todos los rincones de este planeta lugares seguros donde la convivencia en paz sea una realidad; tenemos que emplear nuestras energías en esto y no en avivar los conflictos, garantizando el progreso para todas y todos. Mientras esto llega, no perderemos la oportunidad de visibilizar esta realidad cada 20 junio; los días internacionales deben servir, al menos, para impedir que caigan en el olvido reivindicaciones y luchas tan nobles y justas.

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